Transcantabrica
Vuelvo a casa en tren.
Vuelvo en tren, porque de los buenos viajes hay que volver en tren. La macarrónica infraestructura ferroviaria española y el «tran tran» del arcaico medio de locomoción, contribuyen a mantener a raya la angustia de la vuelta a lo mundano y prolongan, por un rato, la sensación de incertidumbre y aventura.
Joder, por qué no habré nacido hace 90 años. Qué bien estaría trabajar como una mula, con la ilusión de un futuro bondadoso. No sé si la generación de nuestros abuelos fue la más próspera o la más ilusa de la historia de la humanidad, pero estoy seguro de que serán la más longeva y la más resiliente de la historia contemporánea. Ellos no necesitaban vacaciones, nosotros sí. Y algo raro debe estar pasando cuando basamos la felicidad en la huida constante, una huida hacia ningún lugar. Aunque, de ser cierto que el intrincado mecanismo mental que rige nuestros actos, sólo conoce como escenarios el ataque o la huida, cuando el ansia y la angustia toman el control, quizás huir sea de inteligentes, en lugar de cobardes.
Regreso de pasar revista a mis montañas: la longitudinal cuerda cantábrica que nace en los Ancares, para ir a ahogarse al Ebro, allá en Reinosa. El plan era seguir, pero me retiré hacia los valles pasiegos, porque sentí que lo que estaba por venir ni me iba ni me venía. Y a lo que no es mío que le pase revista otro.
Las montañas cantábricas son un buen reflejo del mundo que nos está tocando vivir. En ellas se palpa la desolación, la desidia, la dejadez y el desapego de quién mira al futuro con pavor, viviendo el presente de refilón. Aquí los aldeanos están en peligro de extinción. Los unos envejecidos, cobrando unas jubilaciones que ayudan a comer a abuelos, padres y nietos, los otros aferrados a las subvenciones, el premio de consolación, sin el cual no se puede uno ni tan siquiera plantear tener animales. Dinero envenenado que actúa como paliativo de la muerte lenta y agónica que sobreviene sobre el sector primario. Una muerte inexplicable, auspiciada por los poderes y el libre mercado internacional. Y es que no puedo acertar a entender cómo se puede despreciar de esta manera a la mano que nos da de comer. Quizás tenga que ver con qué a casi nadie le importa ya comer comida. Y esto va a tener mucho que ver, aunque parezca mentira, con la desidia, la desolación, la dejadez y el desapego. Siendo lo que comemos ¿Cómo podemos estar comiendo semejante cantidad de mierda?
Pensaba que en el inmenso cielo abierto de Tormaleo estaban extrayendo aún carbón, pero la realidad es que la todopoderosa Tragsa se está afanando en barrer para debajo de la alfombra. Como vayan a horas vamos a tener que apretarnos el cinturón. Hay muchos cangilones que vaciar para rellenar aquel agujero. Más adelante, en Cerredo, una inmensa excavadora cambia el susodicho elemento de sitio bajo una enorme cubierta de uralita: de derecha a izquierda. Supongo que mañana hará lo mismo, pero al revés y me río, mientras pienso si los reyes magos tendrán suficiente material o habrá que pedirle a Victorino, por favor, que siga arrancando mineral.
En Laciana hay urogallos, o eso dicen por ahí. No sé porque los progres pseudoecologistas no se dedican a defender a los urogallos, los oricios o las abejas con la misma saña y convicción que al lobo. O mejor dicho, no lo sé, pero lo intuyo. Y es que pienso que todos estos son “bichos” pacíficos, que no hacen mal a nadie, y como los pseudoecologistas son gentes que odian a sus semejantes, prefieren defender a un animal que joda a estos. Y si encima los unos son ganaderos y el otro mamífero, pues mejor, que los ganaderos son malos y los mamíferos muy achuchables. Ya sabéis, hay muchos que gustan de huir, pero muchos otros prefieren atacar.
Ya casi veo Valle de Lago cuando meto la horquilla hasta atrás en el barro. Tardo diez minutos en despegarme de aquel lodazal. Tiempo suficiente para que aparezca un jovial organizador de eventos, con su sombrero playero y un montón de banderines, irradiando buenrollismo. Este fin de semana será el desafiOSOmiedo. Una demostración más del poder del mercantilismo animal. Tal es la deriva humana, que desde tiempos inmemoriales se temió a osos y lobos y ahora se utilizan como reclamos turísticos. Así de desdibujada está la realidad vital para el habitante de la urbe. Ventajas de mirar al mundo desde detrás de un cristal.
Atrás quedan los lagos somedanos, mientras hago memoria, intentando encontrar el gazapo que me hizo portear más de la cuenta, pero como eso es ya pasado, me agarro al presente y disfruto del descenso por la que aún sigue siendo pista de Torrestío. En cuestión de muy poco tiempo será ya carretera. El progreso que, según quién lo vea, tiene una u otra forma.
Por cierto, acabo de mirar por la ventana y había unas vacas mirando al tren, y es que nadie es capaz de mirar al tren como lo hace una vaca…Delante mío viaja un indigente y acabo de tocarle, sin querer, un pie, por debajo del asiento. A ver si va a pensar que quiero rollu. Y el maquinista pitando sin parar. Como mola viajar en tren, con sus trasbordos y su todo.
Lo de Pajares está guay también, sobre todo lo de la rampa ferroviaria, esa obra maestra de la ingeniería, que comunicó Asturias con la meseta, en un épico trayecto de lucha titánica contra la pendiente y los elementos. Y no os vayáis a pensar, que cruzar tangencialmente Pajares en bici, sin bajarse de la cuerda cantábrica, tiene su miga. En esta ocasión pegué un giro radical, a la altura de Casa Mieres, para acabar recalando en Robledo de Caldas, la víspera de auparme por encima del túnel del Negrón, con dirección al Collado Xistreu, previo porteo de categoría e incursión en arenas movedizas. Y es que, tal es la densidad de “escobas” en la vertiente sur del Collado Carrio que, por un momento, creí no poder salir de allí. Al final lancé la bici, a duras penas, por encima del frondoso laberinto y me tiré a matar. Me sentí igual que cualquier día de invierno, abriendo huella entre la nieve recién caída, pero con el añadido del paso muerto de la bici, que contra todo tropieza. Fue este el día en que vi como un raposu andaba a moscas, literal. Sería el hambre, o el aburrimiento, vete tu a saber.
Definitivamente los ricos deben ser gilipollas. No entiendo cómo, si no, pagan semejante pasta por viajar en el transcantábrico. O ese tren es como el gadchetomovil y se puede elevar 10 metros del suelo, o no merece la pena viajar en tren por la franja cantábrica, si quieres ver el paisaje, ya que, donde no hay una escollera, hay un matorral de escayos o un túnel. Por eso dan tan bien de comer en esos trenes, ya se sabe que la gente se gana por el estómago.
Ya estoy llegando a Lugueros cuando me acuerdo, como siempre que estoy llegando a Lugueros, de Dani. Aquel tipo era digno de ver: pequeñajo, flaco, con un moreno magreb, rizoso…y el look…aquella chupa de cuero, gorro negro de lana, a medio calar, gafas de poli malo…digno de ver. Y qué muerte más absurda la de Dani, en aquel túnel que hermana las aguas del Curueño y el Porma. Descanse en paz.
Salto hacia Lario, en una jornada que llevó el granizo a Maraña, poco después de sentirme libre y feliz, mientras contemplaba, solo y extasiado, el macizo del Mampodre. Anoche Iñaki leyó en voz alta, para regocijo de un público rendido a sus pies, osea: yo, la última frase de su diario. Decía esto: Jorge es un tipo raro…
¿Será verdad?
Un día de los que no se olvidan fue aquel en que crucé el collado Zalambral y me descolgué hacia Sajambre. A primera hora de la mañana Manuel, el de Marifefa, me escribe para preguntarme si estoy en Somiedo. Un corredor del desafío se acaba de despeñar, con fatales consecuencias. Me acuerdo de su familia, pero también del organizador de eventos y las nubes de tormenta que estarán ya sobrevolando su sombrero playero. Yo también estoy metido de lleno en la nube y cuando llego a la central hidroeléctrica de Pío, congelado, entumecido y bajo la incesante lluvia, suspiro por un baño caliente. En Oseja, sorprendentemente, la calma y el calor del astro rey me ayudaron a revivir. Bendita pared sur de aquella casa Sajambriega, que me sirvió de secadero y contra la que me acurruqué como lagartija al sol. Allí llevaba horas esperando Iñaki, viviendo, en la distancia, la catarsis sanferminera. Es 7 de Julio y en el cielo de Iruña, la vieja, el eco sordo del chupinazo anuncia el inicio de la semana más grande. Desde este día, puntuales, a las 8:00 h, estaremos pendientes de las evoluciones de aquellos inconscientes que se juegan la vida por las calles Pamplonesas. Y es que, como dijo el sabio, quizás vivir sea eso.
Llego a la montaña palentina en esos días dorados del estío, justo después de que el invierno se haya despedido, para no volver, al menos de momento y antes de que el sol caiga con saña, quemando los pastos de los puertos de Riofrío, por donde me descuelgo en un silencio sepulcral, solo interrumpido por el tintineo de los lloqueros, que retumba entre unas nubes que, a estas horas de la mañana, aún cubren los valles cántabros. Estoy ya al lado del Carrión, a los pies de la inmensa cara norte del Curavacas y la torridez del sol del medio día me obliga a comer debajo de un árgoma.
Llega un ciclista de tres al cuarto, lo sé porque trae el casco como el chapiri de un legionario, de medio lado ¿a quién se le ocurre poner el casco de medio lado? Él solo se delató. Poco detrás llega su mujer. No se para, sigue empujando la bici y creo escuchar, por lo bajini, juramentos. No sé hablar arameo, pero lo entiendo. Para mí que viene rebotada.
La cosa es que, hablando con el del chapiri, me comenta que, en una ocasión estuvo incomunicado, junto con unos colegas, durante 7 días, en una cabaña de Riofrío. Era semana santa, los pronósticos eran malos y efectivamente, se desató la tempestad. Cuando quisieron salir de allí, la TVE, la 1, la de España Directo, ávida de carne fresca, les estaba esperando. Acertadamente no quisieron dar la cara, si no, además de ciclista de pandereta, este pobre individuo, también pasaría a la historia como montañero de tres al cuarto, que aquí somos mucho de meter el dedo en ojo ajeno. Y yo, como habréis podido comprobar, el que más.
Llego a Lores, nombre que me recuerda al parlamento británico, es temprano y estoy sin cobertura desde hace horas. Me pregunto cómo podré decirle a Iñaki que hoy aún continuaré pedaleando, ya que habíamos convenido encontrarnos aquí a última hora de la tarde, para dar por finalizada esta etapa. No tardo ni dos segundos en solucionar el asunto, ya que, como en las películas, veo aparecer su furgoneta entre les caleyes del pueblo. Llegamos justamente a la vez, sin haber hablado ni una palabra desde las 9:00 h. Son ya las 17:00 h.
¡Al culo que lo parta un rayo! ( proverbio popular)
El culo es una parte del cuerpo que sólo los burros ponen a cubierto cuando llueve. Los demás no solemos prestarle mucha atención. Pero cuando eres ciclista y haces rutas de varios días, pedaleando de sol a sol, sabes que, si tu culito se pone travieso, lo puedes pasar muy mal. Lo mismo una hemorroide que un forúnculo te pueden amargar la vida. Y es que uno no puede hacerse a la idea de lo que puede llegar a doler un culo, hasta que le duele el suyo. Llevo días de dolor constante, pero lo del ascenso al puerto de Piedrasluengas ya empieza a ser desesperante. Si me siento muy alante duele, si me siento muy atrás, también duele. Si no pedaleo duele y si pedaleo también, pero, por lo menos, avanzo.
Una semana después, en mi sofá y en una posición entre malabarística y ridícula, Rocío, con paciencia, y en varias prospecciones, iría extrayendo los centenares de kilómetros de pelo que, en cada nalga, crecieron con dirección al fondo de mi alma. Pero en este momento yo no sé qué hay ahí dentro y rezo para que la seguridad social cubra mi trasplante de nalga y me busquen a un donante respingón.
En la cabecera del valle de Polaciones, unos paseantes bracean cuando me ven acercarme: ¡Para, para, para! … y paré.
Me cae bien aquella gente. Charlamos un rato y me dicen que un tío pasó en una furgoneta y que subió a esperarme a la iglesia de Salceda. También me dicen que los cántabros y los asturianos somos todos uno, un discurso que yo suscribo sin matiz alguno. Lástima que, en determinados momentos, sienta cierta envidia de nuestros vecinos del este, pues creo que ellos saben defender mejor lo suyo. Cuando contemplo la impecable factura de las obras de cantería de estas aldeas o las del cercano valle de Liébana, además de envidia, también siento emoción. Aunque si tengo que ser sincero, cuando llego a la Laguna y veo la caricaturesca escultura del ex presidente cántabro, Miguel Ángel Revilla, en lugar de emocionarme, lo que hago es descojonarme. Mientras asciendo hasta Uznayo, pienso que, de ser tierras hermanas, si los dioses cántabros no hacen nada al efecto, quizás fuera útil prometer una velina a la santa de Covadonga, que las deidades tienen línea directa con lo atmosférico y lo mismo envían un rayo a fulminar semejante chapuza.
Por cierto, y ya de vuelta a lo terrenal, desde que dormimos en Salceda, una o dos veces al día, se me viene a la cabeza la imagen del enjambrazón del que fuimos testigos, en aquella calurosa mañana. La naturaleza nos regala constantes espectáculos que se suceden en la más pura sincronía y que, a nosotros, seres pensantes y racionales, obnubilados con nuestros peregrinos quehaceres, nos pasan desapercibidos. Para compensar la desconexión con lo verdaderamente maravilloso, nos abrazamos al monstruo digital que, con sus luces y colores, nos tele transporta a los confines del planeta, llevándonos en un viaje alrededor del mundo de minutos de duración, que no hace más que convertirnos en seres superficiales y difícilmente impresionables , incapaces de emocionarnos con lo que nos rodea.
Pedaleo por pura inercia, la desmotivación sobreviene provocada por ver como los picos señeros de la cordillera cantábrica quedan ya a mis espaldas y porque desde hace unos días Iñaki valora la retirada, debido a que su padre, que aún se recupera del Covid, no acaba de volver del todo en sus cabales. Y con la desmotivación atacando por arriba y el culo, que sigue minando mi cimentación, llego al fin al nacimiento de una de las mayores arterias hídricas de la península. Estoy en Fontibre.
Meto en la mochila lo indispensable para continuar otros dos días, ojeo el mapa y licencio a Iñaki. Seguiré sólo hasta los pies del Castro Valnera, pues pienso que la cordillera acaba aquí, igual que mis ansias por recorrerla. La idea inicial pasaba por continuar hasta las inmediaciones de Iruña, abrazado a la hipótesis de algún teórico, que defiende la continuidad del eje cantábrico hasta la llanada Pamplonica, pero, si recorrer la depresión del Ebro implica llanear durante 30 km, para enlazar con una sucesión de cotas que no llegan a alcanzar los 2000 m de altitud, por mucho que yo quiera defender la postura continuista, mi cerebro se empeña en quitarme la razón.
La cosa es que bordeo el embalse del Ebro, asciendo hasta el puerto de la Matanela y me deslizo entre el inmenso parque eólico. La pista es larga, pero tendida. La cortina de lluvia que se aproxima por el oeste también es larga y me siento impotente mientras hago uno y otro requiebro, avanzando kilómetros, pero ganando poco desnivel. Llego al sendero que se aúpa por la cordalera que lleva hasta el Puerto de las Estacas de Trueba, a la vez que las primeras gotas y se me viene a la cabeza el día en que llegué a la vez que Iñaki al pueblo que me recordaba al parlamento británico.
Camino absorto, con la bici al hombro, por entre las ruinas de la majada de la Marruya y con los valles pasiegos a mis pies. Estoy solo y nadie en este planeta sabe de mi paradero. Llueve y sopla una leve brisa que me cuela el agua por el oído derecho. Pongo la capucha bajo el casco y floto sobre este mundo verde. Un microcosmos que, reflejado en los mapas, parece tener varicela o sarampión. Cientos de cabañas salpican las laderas de estas montañas de geografía amable: el universo pasiego, un lugar con una idiosincrasia digna de estudio y una cultura que admiro.
Qué días más felices. Dando pedales a jornada completa. En soledad, esa compañera invisible, desoxidante de engranajes mentales y medicina paliativa en aquellos males identitarios. Difícil será olvidar aquellas tardes al sol, con Iñaki, que no ve tres en un burro y tiene el mayor síndrome de Peter Pan del mundo, compañero de verdad, siempre de buen humor. Como nos sonrió la vida. Raro será que olvide aquellas duchas, unas veces hirviendo, como en Zarreu, otras heladas, como en Salceda, agua helada bajaba también por el cauce del Curueño, cuando me bañé en pelota picada. Aquellos tortos de maíz, hechos con harina comprada en la tierra del trigo. Las tortillas, los filetes, los huevos de reptil, aderezados con medio kilo de teflón…
Llego a la Vega de Pas, no hay donde dormir. Llueve como no lo hace desde va un mes, y mira que este mes va lloviendo. Sigo dando pedal y me cobijo en el único lugar disponible. Ya no veo las montañas cantábricas, están lejos y escondidas bajo un velo blanco. Aquí, a mi alrededor, en este hotel, cutre y de carretera, hay luces de colores y comida basura.
Bajo a una gasolinera, compro un paquete de patatas, unas aceitunas, un par de barritas y una botella de agua. Me pego la ducha que llevo esperando desde Llánaves de la Reina, donde una vez más, me saqué el frío del tuétano con agua hirviendo, en una bañera que tardaré en olvidar. Y creo que no solamente voy a tardar en olvidar aquella bañera.
Durante una semana y media recorrí las montañas que quiero, les recorrí porque quise, de la manera que me apeteció y vuelvo a casa porque así lo decidí. Por primera vez en los últimos años, acabo de finalizar un viaje de verdad, sin preocupaciones. Y cuando uno vuelve de un viaje de verdad, nunca va a volver a ser el mismo.
Llego a Villamayor, me monto en bici y comienzo de nuevo a pedalear. El tren sigue, quizás hasta el Berrón. Iñaki está ya en Galdakao. El culo sigue doliendo de una forma insoportable, mientras asciendo a casa y, en cuestión de un par de meses llegará Trea. Los trenes, los humanos e, incluso los dolores de culo de estos últimos, vienen y pasan. Todos tenemos fecha de fabricación y caducidad.
Me tranquiliza pensar que las montañas llevan ahí desde siempre y ahí seguirán, quizás sean la única garantía que me quede para poder inculcar a la que viene unos valores que ya cuesta encontrar en el resto de rincones de este trozo de mundo. Ducharse con agua fría o vivir la incertidumbre de qué nos encontraremos en la otra vertiente de un collado, hacen a uno comprender que, pásele lo que le pase: despéñese o córtesele la digestión, la tierra nunca dejará de girar.
Quizás haya cosas más importantes aquí, que el ombligo de uno mismo.