EL INFIERNO DEL NORTE
El infierno no puede estar en el norte. ¿Cómo va a estar el infierno en el norte?
Me gustan los grifos termostáticos, ya me pareció cuando los descubrí, allá por el 2010, mientras procuraba aprender un algo de fontanería, que aquello no era mal invento. Se ve que uno no tiene mucho mundo, pues de no ser por Marcelino, y su fundación chirigotera del Metal, a buen seguro que aún no sabría ponerles nombre. No se que sería de la Fundación del Metal, lo que sí que es seguro, es que más de uno vivió, gracias a ella y al cuento, bastante mejor que mal. Eran otros tiempos.
Hablando ya en presente y metiéndonos de lleno en el mundo de la griferia, tampoco puedo decir que yo, en este momento, después de hacer coincidir la flecha con la cifra mágica “39”, ni un grado más, ni uno menos, esté ni medio mal.
No existe mejor tónico, para ayudar a recordar, que elevar la temperatura corporal un par de grados por encima de la de su estado normal, dejar fluir el líquido elemento por la espalda y a la mirada perderse. Y es que, aunque este 22 de septiembre esté dando, a estas horas, sus últimos estertores, hace más de una década, que lo en él acontecido, se ha engendrado. Un parto demasiado rápido para tan larga gestación.
No suelo comprar revistas, sus precios me parecen, por norma abusivos, para el contenido que luego te encuentras cuando quieres sacarles jugo. Este mes, sin embargo, una revista de tirada nacional acabó cayendo en mis manos. Podría decir que por casualidad, pero casi nada de lo que me ocurre a mi, ni a usted, ni a nadie, sucede por casualidad. Fui informado de que acababa de ganar, sin querer y, para mas inri, sin participar, el concurso fotográfico mensual de turno y quería tener un ejemplar de tamaña gesta fotográfica. Si alguien está pensando que gané por casualidad, tenga un «no» rotundo por respuesta, tampoco gané por casualidad. En una ocasión saqué una foto a un colega de andanzas en una ruta de montaña y el susodicho se apropió de ella, la presentó al concurso, lo ganó y se apuntó el tanto, hay que ver que bajo ponen el listón algunos. La cosa es que ahí queda la foto para la historia, en aquella «Grandes Espacios», de finales del 2013.
Siempre preferí tener los pies en la tierra, así que bien pude dar por bien invertidos los cinco euros de la revista en cuestión, cuando el ingenio mecánico alzó el morro al viento y al viento comenzó a morrear. Ya saben qué toca ahora, agacho la vista al papel y en la revista me decido refugiar. Y es que esto del low cost está muy bien, pero bien dudo que los multimillonarios magnates inviertan más de lo justo y necesario en el mantenimiento de sus artilugios volantes. Llámenme troglodita y díganme aquello de que los precios son bajos porque las comunidades, el estado, o váyase usted a saber quien, lo ha subvencionado, cuéntenme lo que quieran, que yo les escucho, el que no les va a hacer caso es mi subconsciente, se lo garantizo, a mi tampoco me lo hace.
Una frase abre la publicación, la típica frase que uno lee una y otra vez cuando lee por leer, esa frase que sale debajo del título y que solo miras en momentos como este, pues esa frase:
“Pasamos la mitad de la vida perdiendo el tiempo y la otra mitad intentando recuperarlo”
Nos alzamos sobre el cantábrico ganando metros. Subimos a un ritmo inversamente proporcional al de los kilómetros que nos separan de Beauvais. Intento recuperar un tiempo que ,pese a que jamás se haya dado por perdido, por tan imaginado, bien se podría haber dado ya por vivido. Como uno no es de los que guste de soñar con aquello que pudo haber sido y no fue, en las bodegas de este ingenio mecánico, otro ingenio, que bien pudiera ser calificado como “argadieyo”, si me permiten castellanizar tan acertado calificativo astur, viaja junto a nosotros. ¿El objetivo de este viaje? Recorrer los pavés que dieron carácter de epopeya intemporal, a uno de los más históricos trazados ciclistas. Componente, de hecho y de derecho, de la selecta lista de monumentos del ciclismo: la Paris-Roubaix.
Amanece ya en en algún punto kilométrico de la kilométrica A 1. Nos desperezamos tras una noche en una habitación de hotel de carretera y de “a perrona”. Bohain en Vermandois será, al fin, la estación de comienzo de esta ruta, la de llegada para esta etapa vital. Las cosas no tienen más importancia que la que se les quiera dar y a mi, la “chorrada” que me ha traído hasta aquí, me importa, vaya si me importa. La conquista del último gran anhelo infantil, de este que padece de un síndrome de Peter Pan galopante, pero aún por diagnosticar, comienza cuando el jubilado de turno, a la caza y captura del cuarto de cuerpo de cristo, se interesa por mis intenciones para la dominical jornada.
Aquí se vive el ciclismo y tan solo mencionar el binómio Paris- Roubaix basta para que el septuagenario palmee mi espalda, sabe de sobra que esta tarde no tendré el lomo para mucha broma. Hace tres décadas él también partió de esta misma plaza, con un anhelo idéntico al mio y aún no ha olvidado a qué sabe el pavé.
Las sucesivas pedaladas ayudan a descongestionar un cuerpo que, durante horas, emanará tensión por cada poro, mientras afronta una lucha denodada contra el crono y el sol. 205 kilómetros me separan de Roubaix, 205 kilómetros sin tregua ni relevo, afrontados en una atípica temporada de altibajos ciclistas en la que apenas si he rodado 2000. Dos centenares de kilómetros que van consumiéndose a la vez que se consume esta dominical jornada otoñal. Y con la tensión blindando emocional y sensorialmente a estas piernas y a esta espalda, que vibra en cada y con cada pavé, mientras las pupilas van filtrando cada rincón, tantas veces escrutado tras el parapeto televisivo, cae la noche de aquel día de septiembre.
Atrás queda una larga jornada de pedaleo cuando, en penumbra, acoplado, emocionado y a tope, recorro la inmensa avenida que me da la bienvenida a Roubaix, giro a la derecha y allí está el velódromo. En la oscuridad de una noche de barrio, acompañado una vez más de la soledad, intento paladear un momento al que parece que se le ha gastado el sabor. La presión de las batallas a cara o cruz suelen obligar a disfrutar de estos momentos un rato después de que hayan pasado, son gajes del oficio que ya no me pillan por sorpresa, será que uno ya se empieza a hacer mayor.
Salgo del velódromo esperando encontrarme con el dúo de damas que me han escoltado en coche durante buena parte de la etapa, que me han inyectado una buena dosis de optimismo ,cuando el sol amenazaba con cansarse de alumbrar, que una vez llegó la noche traidora tomaron su relevo sin dudar y que se han hecho a un lado, hace escasos dos kilómetros, huyendo de la presión del ingente tráfico de entrada a la ciudad. Estiro las piernas, las espero y vuelvo a estirar. Se ve que se han despistado y no atinan a llegar. Intento llamarlas por teléfono, aun a sabiendas de que el teléfono, desde que pasé junto al Molino de Vertain, no quiere llamar, será el roaming o a saber dios qué demonios pasará…Estiro de nuevo, las espero y vuelvo a estirar…
Esto de tener sangre latina a veces hace a uno olvidarse de que las nueve y media de la noche en la frontera franco/belga no son las mismas nueve y media de la noche que en España…debe ser por eso por lo que esta parece una ciudad desierta. Encima no encuentro ninguna cabina, no hay bares, no tengo ni idea de en que hotel se supone que vamos a dormir y el tiempo sigue pasando.
Aparece un individuo que me genera poca confianza, y cuando digo que me genera poca confianza es que me da mala espina, le pregunto donde puedo llamar por teléfono y me dice que allí imposible, a la vez que sigue caminando, sin prestarme la más mínima atención. Me doy cuenta de que la batallita todavía no se ha acabado, hay que ver que tontería, ya lo se, pero no se crea, después de más de una hora de espera ya me empiezo a mosquear.
Meto la cartera en el lugar que considero mas seguro, dentro del culotte. Si, si, en la “güevera”, que como la pierda o me la roben entonces si que estamos listos, y empiezo a deambular. Como siempre, después de una jornada de concentración absoluta, de prever todos y cada uno de los imprevistos y de llevar control de todo lo controlable, se presenta el típico contratiempo de última hora. Antes, cuando me pasaba algo así, llegaba hasta a preocuparme, a día de hoy me encanta que pasen estas cosas, después de verme en mil situaciones del estilo acabé por darme cuenta de dos cosas: que antes o después siempre acaban por solucionarse y que estas son las cosas que dan verdadero caché a este tipo de “batallitas”. Son las grandezas que ni las carreras ni las marchas, por muy logrados que fueran sus eslóganes, ni rebuscados sus trazados, consiguieron darme jamás. Ahora se que aquella noche acabó muchas horas después mientras recordaba bajo una ducha caliente.
El tiempo, ese bien inmaterial que se nos escapa de las manos. Jamás entenderé por que el tiempo de un médico, de un futbolista o de astronauta vale más que el de un fontanero, un carpintero o un electricista.
Gracias a algún fontanero anónimo y galo, conseguí tele transportarme y encontrar todas y cada una de las miguitas que marcaban el camino que había comenzado cuando un día, en un aula cualquiera de un extinto instituto descubrí con sorpresa que, con aquello de Internet, era mucho más sencillo asomarse al Infierno, soñar con visitarlo solo sería cuestión de tiempo. De aquel aula me llevé algún buen amigo y una profesión, de Roubaix me marcho sabiéndome un poquito más dueño de mi historia y convencido de que, de existir tal infierno, no puede estar en el norte.
“Erase una vez” será algún día el comienzo de un cuento que seguro que acaba de comenzar a escribirse en presente aquí o allá en este momento, será su protagonista quien decida cómo, donde y de qué manera entonar el “colorín colorado”. El momento de viajar a Paris fué aquel, hoy hubiera sido, quizás, demasiado tarde. Y es que siendo un simple mortal siempre es demasiado tarde.
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