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Las Hurdes, el valor de las cosas

“Si en todas las partes del mundo el hombre es hijo de la tierra, en las Hurdes la tierra es hija de los hombres”.

Miguel de Unamuno

 

Las Hurdes. Sin proponermelo acabo en las Hurdes.

Esta comarca cacereña, situada en el extremo norte y enmarcada entre la Sierra de Gata y el Valle de las Batuecas fue, tradicionalmente, un icono de miseria y abandono.

Influenciadas por la imagen con que la película documental “Tierra sin pan” las retrató de cara al mundo, el mito de la inmundicia quedó asociado irremediablemente a estas tierras agrestes, ariscas y olvidadas. Es posible que en otros muchos lugares de la península se hayan pasado idénticas penalidades, pero lo que ha de ser cierto, a la vista de los vestigios de lo que estas tierras fueron, es que por aquí, años atrás, debe haber azuzado con fuerza el hambre. Es esta, quizás, la zona donde aquello de extrema y dura toma mayor significado de toda Extremadura.

Desde dentro, las Hurdes, configuran una serie de valles longitudinales. En el fondo de estos y bien próximas al río, el hurdano fue construyendo todo un entramado de terrazas, constituyendo estas las ínfimas tierras cultivables de cada pueblo. A la vista de cualquiera que mire al mundo con ojos contemporáneos, es posible que esta afirmación no consiga hacerle ver el desmesurado trabajo que esto supuso, pero dar forma a esas minúsculas parcelas, con los medios de la época, hubo de suponer esfuerzos titánicos.

Primero se debía despojar de maleza y vegetación la superficie a cultivar, todo ello con útiles rudimentarios: pico y pala. Una vez desprovisto de cubierta vegetal, se debían construir, con piedras y sin argamasa, los muros encargados de sustentar la tierra de cultivo, que a estas alturas aún no existía siquiera. Por último tocaba hacer mil y un porteos a zonas mas altas a por esta, la cual era trasportada, muy a menudo, a hombros. Así hasta completar los metros cúbicos imprescindibles para poder sacar adelante míseros cultivos, en ocasiones para plantar, quizás, un único olivo.

Podrán tachar al documental de Buñuel de pantomima, pero estoy seguro de que si aquí se hubieron de realizar tales faraónicos esfuerzos, para obtener tan insignificantes recompensas, el hambre y la miseria debieron de apretar hasta llegar a ahogar. Otras muchas veces era una riada inesperada la que arrasaba los muros de las terrazas mas bajas, llevándose valle abajo la tierra tan costosamente transportada y ahogando por siempre el trabajo de tantos y tantos meses. Cruz de la vida. Pequeña jugarreta de la tierra donde naciste sin haberte nadie antes consultado.

Me cuenta Chicho: buen paisano, renqueante de una rodilla traidora, orador incansable, paseante y hurdano, que sobre mediados del siglo pasado no existía acceso alquitranado aún a estos pequeños pueblos y que él mismo, actual camionero, acompañante de padre camionero por aquel entonces, hubo de recorrer no pocas veces el destartalado camino. Venían de vacío, se llevaban los raigambres de brezo, excelente carbón vegetal, uno de los pocos bienes susceptibles de reportar una mínima recompensa económica para el sustento local.

Otras veces eran los mismos lugareños los que cargaban los burros con miel y aceite, tras aquella cruenta guerra civil, y cruzaban, en agotadoras jornadas, a los vecinos pueblos salmantinos, sigilosos, esquivando la vigilancia militar y trayendo de vuelta harina castellana con la que complementar una dieta de por si deficitaria. El estraperlo que tantas bocas alimentó aquí y allá, bendito estraperlo.

Corren nuevos tiempos hoy en las Hurdes y, pese a su relativa lejanía, el siglo global colocó, al fin, a este mundo dentro del mundo. Es este, uno de esos lugares donde me encuentro inexplicablemente a gusto desde un primer momento. Uno de esos rincones que enamoran, por su simpleza, por su cercanía.

Aquel que se esconde detrás de sofisticadas galas es que algo tiene que ocultar. Allá donde la magnificencia y la perfección de las construcciones te dejan boquiabierto suele haber un trasfondo oscuro de riqueza, esclavitud y opresión. Aquí lo que deja sin palabras es la infatigable labor de doma de la tierra que esta gente humilde hubo de llevar a cabo para poder hacer suyo este rincón salvaje y baldío. Aquí no valen corbatas ni tacones, si acaso una pañoleta cubre a las mas viejas del lugar mientras, con la mirada perdida, ensimismadas y pensativas, escrutan el metro cuadrado que les rodea, dejándose envolver por un sol de diciembre que inunda de luz y calor a unas tierras que seguro vivieron tiempos más oscuros.

Volveré, volveré a las Hurdes.