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OMBLIGOS

Estación de Tren, Paseo de Francia 22, Donostia.

Vuelvo a casa después de 1000 km de bici y soledad, atravesando los Pirineos.

¿Quien demonios me habrá mandado mirar hacia el indicador de Pasaia, cuando hace un rato pasamos a su vera? Desde ese momento tengo a su “Bahia” y a Barricada taladrándome el cerebro: “Bahia de Pasaia, emboscada criminal, saaaaangre…Bahia de Pasaia emboscada criminal…saaaangre”…y así una, dos, tres, mil veces. Días se interponen ya entre esta vera y la del Bidasoa.

El convoy va perdiendo velocidad a un ritmo exacta e inversamente proporcional al que le resta para llegar a la estación, una vez en esta, agonizante, llega al andén correspondiente, premisa indispensable antes de detenerse ya irremisiblemente. Me agacho a por la mochila y con la misma delicadeza que los gatos cogen a sus retoños por la nuca, hecho mano de la bici por su potencia, dispuesto a abandonar la comitiva de vagones. Nunca he parado en esta ciudad y adivino, en un día como hoy, una magnífica ocasión para gastar por sus calles unas horas.

Cualquiera que rebusque entre mis pertenencias cada vez que salgo de viaje difícilmente encontrará cuchillas de afeitar. Esta ocasión no iba a escaparse a la tradición, así que una poblada (y asquerosa, lo reconozco) barba de casi tres semanas se apodera de lo que me queda de cara, que estas alturas ya no se muy bien si se asemeja a calavera o a higo, tras quince interminables jornadas al sol en una tierra donde azuza de lo lindo.

Hace varios días, una amable maña se ofreció voluntaria para llamarme un taxi, cuando le pregunté por la parada, allá en Graus, un pueblo donde nunca debí haber llegado y donde dudo sepa volver a llegar. La descripción telefónica que le hizo al taxista sobre mí lo dice todo: “lo vas a reconocer rápido: es un chavalillo joven, trae una bici y está mas quemado el pobrecico que la moto de un hippi”…

El gigantesco aro de la suerte pende de la izquierda de mis orejas. Una olorosa camiseta de rayas, que no ha visto el agua desde que salí de casa, me protege del poco compasivo sol mañanero y un pantalón naranja, digno del “MOPU”, completa la indumentaria de gala del personaje anónimo que ayer acabó de cruzar el Pirineo, desde Llanca en el Mediterráneo a Hondarribia en el Cantábrico, y hoy da vueltas en claro fuera de juego por entre la longitudinal regularidad de este transitado anden, en busca del paso que le permita cruzar al opuesto.

«Echo un meo”,antes de alcanzar la puerta que me lleve hacia el bochorno matutino de esta jornada veraniega. Un chino, japonés ó asimilado, cámara de fotos en ristre me precede, caminando con el típico paso bamboleante nipón y una rubia de bote y carmín, pantalón ajustado y paso de miembro inferior desencajado, cabalga sobre un metro de tacón, cruzándose con ambos dos antes de sumergirse en la estación. Cotidianidad en estado puro.

No doy diez pasos cuando un tio con mala pinta, pelo rasta o sucio, vete tu a saber, cuatro décadas sobre el planeta, la postrera sin afeitar, ojos hundidos, moreno, harapiento, tatuado y de acento porteño…de esos que aparecen en las peores pesadillas paternales, me asalta:

– Ché, deme unas moneditas para volver a casa…

– No tengo una chapa siquiera, no me va a alcanzar pa llegar a la mia,así que mira como está el asuntu, respondo.

Típica escusa vacía, sinónimo de mentira cochina. Sigo caminando, indiferente y automáticamente. Apenas si doy otros diez pasos, el tiempo indispensable para que el individuo en cuestión consiga analizar sintáctica y morfológicamente semejante verborea astur y me vuelva a llamar:

– ¡¡Pibe!!…

Me giro…anda que no es pesado el tio…no te voy a dar un duro, pienso.

– ¿ y cuanto decís que necesitás para shegar a tu casa?

Coño con el indigente…a ver  si se van a invertir las tornas…a ver si va a ser verdad aquello de que las apariencias engañan…a ver si…

Me asalta un dolor de conciencia importante, me saco de la manga cualquier tonteria sin sentido, la rubrico con dos carcajadas a destiempo y sigo caminando en busca de algún bar donde se coma bien, miro cartas, no precios.

Por mal que pinten las cosas no soy dado a avergonzarme, debo tener cierto atrofiamiento en el sentido del ridículo, de ser cierto que exista tal sentido. Sin embargo he de reconocer que el amigo argentino consiguió sacarme los colores, no por querer hecharme un cable, aunque debería, por no haberselo hechado yo.

Es conveniente apartar la vista del ombligo de vez en cuando.

Salud amigo.

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